Justo antes de Cristo Movistar+

El primo Silvio llega al campamento de la legión donde ha sido destinado Manio Sempronio Galva, uno de los momentos más hilarantes de la serie de Movistar+ Justo antes de Cristo.

Jerry Toner refiere en su libro Sesenta millones de romanos: la cultura del pueblo en la antigua Roma (Crítica, 2012) que la risa era probablemente el rasgo que marcaba el espíritu del ocio de la «no élite»: constituía el arma que tenía a mano para burlarse de las pretensiones (y exclusiones) de la cultura «oficial». César no pudo dejar de escuchar con disgusto los cánticos de sus soldados, durante su triunfo en el verano del año 46 a. C., en el que «aconsejaban» a los habitantes de Roma que guardaran a sus mujeres pues «os traemos al adúltero calvo; en la Galia te gastaste en putas el oro que aquí tomaste prestado» (Suetonio, Vida del divino Julio César, 51). En apenas un par de frases los soldados, que tanto habían hecho por César y a los que este tanto había dado, se metieron con su propensión a las faldas, sus deudas y su calvicie; probablemente esto último le fastidió más, y pocos de los honores que recibió en su último año y medio de vida agradeció más que la corona laurel que podía lucir de manera permanente, pues así podía tapar sus más que prominentes entradas en la frente.

De un modo similar, Manio Sempronio Galba (Julián López) no puede dejar de torcer el gesto cuando su primo Silvio (Javier Botet) destapa sus defectos ante la soldadesca que hasta entonces lo había aclamado hacia el final del segundo episodio de Justo antes de Cristo (Movistar+): «Pues no coge y en mitad de la ceremonia se saca los testículos y dice: “mira, Rómulo y Remo”», para espanto de quienes lo escuchan. Los romanos de la época de Plauto que hubieran «visto» esta comedia se habrían reído un buen rato, sobre todo al contemplar al pobre Silvio, herido de muerte, contar durante horas los vicios del «inútil» de Manio. «Y otro día que… a lo mejor es mejor que eso no lo cuente, a lo mejor es demasiado», dice al final, provocando el disgusto de la «audiencia» de soldados, tribunos y el mismísimo general de la legión, que oían todo aquello que decía de quien ahora se hundía en la vergüenza. Precisamente esa vergüenza es la que habrían reído más aquellos romanos.

Justo antes de Cristo, una serie romana muy actual

 

Justo antes de Cristo, serie creada por Juan Maidagán y Pepón Montero –los mismos que escribieron la primera temporada de la aclamadísima sitcom Camera Café (Telecinco, 2005-2009), lo cual ya da una idea del tono de la serie que comentamos aquí–, nos traslada a un universo cómico que los romanos de la época de Plauto y Terencio habrían reconocido con bastante facilidad, y que también habrían reído. Y es que no son pocos los elementos de esta serie que beben de o parecen inspirarse en las comedias de ambos autores: soldados fanfarrones como Gabinio (Manolo Solo), esclavos más listos que su amo como Agorastocles (Xosé Touriñán) –ya su nombre evoca al de los personajes de Plauto, en la senda de «sus» Pseudolus, Palestrión, Escéledro o Estróbilo–, eunucos «echaos pa’alante» como Corbulón (Aníbal Gómez),[1] jóvenes de buena familia sin talento alguno ni ganas de hacer nada como el propio Manio (todo un «nini» de la época), generales erotómanos como Cneo Valerio Áquila (César Sarachu), que además no sabe cuántos soldados componen una cohorte, o mujeres «independientes» como la hija del general, Valeria (Cecilia Freire), que sin pensárselo dos veces se «carga» al prometido de su hija y a su padre, no habrían desentonado en la Roma de ese 31 a.C. en el que transcurre la acción. Terencio mismo habría escrito una comedia con estos personajes.

Manio Sempronio Galba[2] es condenado a muerte por un acto de alta traición cometido por el llamado «Grupo de los Siete». A diferencia de sus compañeros criminales, Manio se ve incapaz de suicidarse («No puedo, madre, es que así recién levantado meterme una copa de cicuta…»), prefiere aceptar un servicio militar como legionario raso en la Tracia (no se dará cuenta hasta el 5.º episodio de que lo han enviado a esta región, la misma en la que su padre, apodado «El Magnífico» se labró un nombre como militar). En el campamento romano al que es enviado, y donde desde hace siete años los soldados no «salen de maniobras», Manio pondrá patas arriba la tranquilidad de sus residentes, provocando poco después de llegar una guerra con los «bárbaros». El honor, un concepto muy «romano», es utilizado por Manio en el primer episodio para enardecer a unas tropas aburridas y a un «estado mayor» que se mira con suspicacias las andanzas del recién llegado; un honor que no había sido capaz de defender mediante el suicidio en el inicio del primero capítulo («hay mil maneras de recuperar el honor, eso es lo que no entiende mi madre: que hay más cosas en la vida aparte de suicidarse», le dice a Agorastocles), pero que, cuando se ve en la tesitura de ser castigado por «perder» el cadáver de un bárbaro, no duda en sacar a la palestra con (mucho) oportunismo:

Manio: ¿Por qué? No, que… ¿por qué no podemos hacerles esperar? [a los bárbaros, que esperan que les devuelvan el cadáver de uno de sus hombres, prisionero de los romanos]. Sí, vamos, quiero decir que, que son bárbaros, son conquistados. Los dueños del mundo somos nosotros, ¿no? Pues… que se esperen. Así han sido siempre las cosas, ¿verdad? Entiendo que Roma sea magnánima, ¿pero andar corriendo para complacer a unos bárbaros? No sé, no sé yo. No sé, es que me preocupa lo que veo, igual es que yo soy de la vieja escuela, pero antes Roma era respetada y temida por sus enemigos. A mí no se me educó para humillarme ante los bárbaros. ¡Yo vengo de una familia con un respeto por la tradición y el honor! No debemos olvidar que el honor, el honor de Roma, es nuestra única herencia, la cual se nos transfiere para que la respetemos y la cuidemos, y la leguemos sin mancha a la siguiente generación. Eso ha sido así siempre y no debe cambiar. No podemos profanar el recuerdo de nuestros padres. ¡Cualquier acto fuera de lugar ensuciará para siempre su nombre, joder!

Julián López Justo antes de Cristo

Julián López, Manio Sempronio Galba, liándola parda en Justo antes de Cristo, la nueva serie de Movistar+.

A tal punto llegará su arenga que al final no sólo los soldados gritan «¡Roma! ¡Roma ¡Roma!», sino que incluso el general Cneo Valerio y su staff acaban gritando lo mismo. Resultado: los bárbaros declaran la guerra.

Referentes clásicos y modernos

La serie satiriza, entre otros aspectos, la vida castrense romana, más al estilo de Camera Café o incluso de La hora chanante que de la serie M*A*S*H (CBS: 1972-1983) en la que los creadores dicen haberse inspirado, empezando por un general, Cneo Valerio, que apenas sabe lo que es comportarse como tal («ah, ¿que no se ha levantado? Pero me cago en la loba, si declaras una guerra no puedes levantarte a las doce», protesta el tribuno Gabinio en el 2.º episodio) y que no se ve capaz de hacer su trabajo («no sé ni por dónde empezar ni qué decirle a los tribunos. Me da miedo que se den cuenta de que no sé lo que hago»; 4.º episodio). Que ninguno de los oficiales sea capaz de sacar adelante unas negociaciones con los «bárbaros» tracios en el 3.º episodio, mientras que, en cambio, al final del 5.º sean las mujeres las que hagan las cosas como Júpiter manda, resulta muy divertido:

Valeria: El bando te ha quedado precioso, Domicia.

Domicia: Gracias, ama. Acabo de mandarle un ultimátum al rey de los tracios. Le he amenazado con todo, es que estoy viendo que al final no nos vamos a Roma.

Valeria: Que sí, mujer… [A Ática:] ¿Cómo llevas la batalla de mañana?

Ática: Vamos a salir con la falange macedónica, la que utilizaba el rey Filipo: dieciocho sintagmas en cada ala.

Valeria: ¿No va a ser mucho para el abuelo? Que se acueste pronto.

Ático: Tenía cena con los zapadores.

Domicia: El discurso para los postres [le da un rollo].

Valeria: [Suspira] Qué cansado que es llevar una legión.

El contraste con la «patrulla perdida» en el 4.º episodio, tras una debacle frente a los tracios, y el pánico que provoca Manio entre la soldadesca (y los oficiales) al grito de «¡Que vienen los bárbaros, que vienen los bárbaros!») resulta descacharrante: todos ocultos dentro de una tienda y resulta que el «bárbaro» es un mercader que viene con sus productos, una idea que remite al concepto de «frontera permeable».[3] Ya al inicio del capítulo los oficiales comentan la derrota, sin que Cneo Valerio se entere:

Tribuno: Aquí, en esta zona ha sido el desastre.

Atilio: ¿Y por qué ha echado a correr la infantería?

Tribuno: Nadie sabe. Una falsa alarma, alguien ha gritado, dicen.

Ofelio: Y ya enseguida han empezado a disparar los arqueros.

Gabinio: Si es que, también los arqueros…

Tribuno: Les venían encima los elefantes.

Atilio: ¿Pero a quién se le ocurre sacar a los elefantes de maniobras?

Tribuno: Se ha empeñado el prefecto, que nunca salen del campamento.

Gabinio: ¡Mira por qué no salen!

Tribuno: Lo que me preocupa es la patrulla, que aún no ha vuelto.

Ofelio: Es que allí te pierdes, todos esos bosques son iguales.

Gabinio: ¡Pero qué te vas a perder, si de toda la vida nos hemos orientado! ¡Si los romanos tenemos un sentido de la orientación del copón de Baco! ¡Si hemos dominado el mundo! ¿Eh? Si me acuerdo yo que antes mirabas al cielo y decías, pum, por allí. Pero, ¿por qué? Porque nos entrenaban, nos entrenaban, ¡todos los días! Y hace siete años que no salimos de maniobras. [Se ríe.] Pero si lo raro es que no se haya perdido la legión entera. (…) Este general no vale para nada y lo sabéis. ¿Que no me hacéis caso? Muy bien, vosotros mismos, pero el día que nos inflen a hostias los bárbaros, ya me diréis.

Tribuno: Algo de razón tiene, Atilio.

Ofelio: A ver, el general ha dado un bajón últimamente…

La patrulla tampoco anda muy «pa’allá», siendo el esclavo Agorastocles quien los acaba guiando, lo cual avergüenza a Manio y provoca el enfado de Bitinio (Arturo Valls), un liberto que se ha enrolado y que no para de criticar a Espartaco: «Pues lo que os contaba. Yo soy liberto, que he sido esclavo veinte años. Y a mucha honra, ¿eh? (…) ¿Has oído hablar de Espartaco? Mira, a mí no me gusta hablar mal de los muertos, pero, Espartaco, menudo…». Más adelante sigue erre que erre: «Y en el momento que te alzas en armas ya pierdes la razón. Por eso te digo yo que Espartaco… Que los esclavos tenemos nuestras quejas, como todo hijo de vecino, pero hay unos cauces». Ni siquiera el centurión Antonino (Eduardo Antuña) es capaz de guiar a aquellos soldados perdidos ni de darle nada de comer: los únicos alimentos comestibles los encuentra Agorastocles, a excepción de una seta que halla Manio y se come Bitinio; como es de esperar, la seta es venenosa y Bitinio muere durante la noche.

La inversión de roles y el recurso a los equívocos que esta produce, elementos muy propios de la comedia plautiana, eran aspectos que los romanos de la «no élite» festejaban y utilizaban para mofarse de las clases dirigentes.[4] En Justo antes de Cristo la inversión es constante: la inutilidad de Manio –que, en el 3.º episodio y sin saberlo, hunde las negociaciones de paz que se realizan en una casa rural tracia– frente al empuje (y el sentido común) de su esclavo Agorastocles; la incapacidad del general Cneo Valerio, que no sabe que se está desarrollando una guerra civil (la de Octavio contra Marco Antonio), y sus apáticos tribunos frente a la decisión de las mujeres (consideradas «inferiores»), que, con Valeria al frente, se encargan de preparar el orden de batalla al inicio del 6.º episodio tras haber narcotizado al general («admirable, un plan concreto, sencillo y muy detallado. Has calculado hasta las bajas», le dirá el tribuno Atilio, sin saber que Cneo Valerio no ha hecho nada).[5]

Los militares «profesionales» no saben «dónde» están ni «qué» deben hacer, lo cual añade salsa a una serie de equívocos constantes (muy de Plauto, decíamos), que acaban por contagiar al legado de Octavio, Marco Cornelio Pisón, «el general más simpático de Roma», que acude al campamento en Tracia para entrevistarse con Cneo Valerio; cuando, para evitar que dicha entrevista se celebre (y se descubra todo el pastel), Valeria le dice a su padre que Cornelio Pisón tiene lepra, este recibirá el desprecio de aquel cuando se lo encuentra en medio del campamento («¡joder, qué asco!»). Toda la seguridad que tenía Pisón al llegar al campamento se irá al garete, al mismo tiempo que su «camaradería» con la soldadesca,[6] y no dejará de lamentarse de por qué Cneo Valerio le desprecia: «Me ha dicho que le doy asco. Pero, ¿qué ha podido ver en mí si yo le caigo bien a todo el mundo?». De la sorpresa inicial pasará a la autocompasión: «El hombre que más admiro, el más íntegro de Roma, y me trata como un perro. No sé… da qué pensar. Pero, ¿por qué tendrá esa opinión de mí? ¡Doy asco! Hombre, comparado con él, soy una sabandija, no tengo sus principios, no tengo su integridad». Para el espectador de la serie, que ha visto a un Cneo Valerio incapaz de escribir una arenga a sus soldados o de organizar un plan de batalla («nunca he sido feliz aquí. A mí la vida castrense que tanto le gusta a la gente, a mí no… Yo nunca quise ser soldado», le decía a su nieta), la escena resulta de un patetismo muy divertido, sobre todo con un personaje, Cornelio Pisón, que llegó al campamento con un aura de superioridad.

Cecilia Freire Justo antes de Cristo

A la derecha, en primer plano, Valeria (Cecilia Freire), hila del general Cneo Valerio Áquila.

La serie, en sus seis episodios (habrá seis más, ya rodados, en los próximos meses), juega con estos equívocos y con diálogos francamente graciosos, como cuando Manio se une a la conspiración que Valeria ha preparado contra Gabinio en el 5.º episodio y el centurión Antonino se empeña en unirse a ella:

Conspirador: Pero si contigo no hay problema, yo sólo digo que no es normal traerse a alguien. A ver si me entiendes: una conspiración no es una merienda, que se apunta aquí todo el que… esto es muy serio.

Antonino: Bueno, bueno, tampoco te des tantos aires. Conspiraciones ha habido toda la vida. Yo he estado en algunas que éramos veinticinco, nos hemos reído y lo hemos pasado estupendamente.

O cuando, en un flashback a su infancia, vemos a Manio llamar «Cayo Julio César Octavio Augusto» al pequeño Octavio y este le responde: «Eso no me lo llamarán hasta dentro de unos años» o, en ese mismo episodio (el 4.º), Bitinio, en referencia a Agorastocles, concluye: «Es lo que llamo yo el mal de Espartaco: no sabe cuál es su lugar». Un Agorastocles que en el episodio 5.º busca sus raíces entre el pueblo que le vio nacer (y del que fue apartado por el padre de Manio), y se encuentra con que los tracios se dedican a levantar rocas mientras caminan sobre un lecho de brasas, a beber hasta perder el sentido mientras los demás le jalean, a comer bichos raros o a dar vueltas en plan procesión con una imagen de la deidad local, al que le gritan; «¡Guapo, guapo!», al tiempo que cantan tonadas patrióticas que resultan ridículas (más aún desde la sátira actual).[7]

Son este tipo de diálogos y situaciones las que los romanos de la época de Plauto (probablemente) habrían reído con ganas. No cuesta imaginar un chiste que empezara diciendo «saben que diu que un romano va a Tracia…» o «en esto que entran en un foro un galo, un hispano y un romano…». La serie de Maidagán y Montero no se queda en el mero chiste y desarrolla las tramas un poco más que las obras plautianas –o versiones «modernas» como Golfus de Roma (Richard Lester, 1966)–; pero también queda la sensación de que la serie (¿conscientemente?) se construye a sí misma a partir de los modelos cómicos que los comediógrafos romanos escribieron en el siglo II a.C. Porque, a fin de cuentas, el romano de a pie –y también el de clase alta – adoraba la farsa, del mismo modo que disfrutaba de las Saturnales (los «Carnavales romanos») o no podía disimular la risa al escuchar el «acento púnico» de un Septimio Severo nacido en África… de igual manera que nosotros nos desternillamos con la impagable manera de hablar de Pijus Magnificus («Biggus Dickus» en el original) en La vida de Brian (Terry Gilliam, 1979).

En eso, Justo antes de Cristo nos recuerda que no somos muy diferentes de los romanos…

Justo antes de Cristo comentado en Youtube desde el punto de vista histórico

Alberto Pérez, de Desperta Ferro y Matteo Bellardi de Pausanias Viajes comentan diferentes aspectos de la serie en nuestro canal de Youtube.

 

 

 

 

 

Notas

[1] Que un eunuco lleve el nombre de un general tan exitoso como Cneo Domicio Corbulón no deja de ser una inversión de roles que puede que resultara excesiva para los espectadores de las obras de Plauto –es como si un eunuco en una obra suya se llamara Escipión–, pero que también habrían reído con ganas.

[2] Resulta muy gracioso para el lector que conoce un poco el funcionamiento de los tria nomina clásicos como se juega con unos praenomina, unos nomina y unos cognomina que, según la tradición, son incompatibles entre sí, como el Marco Cornelio Pisón que encarna Fernando Cayo en el 6.º episodio.

[3] Un concepto que trata con detalle Adrian Goldsworthy en su reciente libro Pax Romana: guerra, paz y conquista en el mundo romano (La esfera de los libros, 2017), y que para el caso del Muro de Adriano también vertebra un capítulo en su Hadrian’s Wall (Head of Zeus, 2018).

[4] Seguimos en este argumento a Jerry Toner, quien comenta que el humor reside en la ambigüedad y la pulla del bufón es eficaz si ataca unos valores compartidos por todos; véase Leisure and Ancient Rome (Polity Books, 1995), especialmente el capítulo 7, “Goodbye to Gravitas: Popular Culture and Leisure”. Derivamos también a Sesenta millones de romanos y las estrategias de «resistencia popular» que Toner analiza en el capítulo 5.º.

[5] «¿Estamos haciendo bien, madre?», le preguntará Ática a Valeria en la escena inmediatamente posterior. «Es lo mejor para todos, Ática», responde ésta, mientras que el aya Domicia comenta: «A ver si terminamos esta guerra de una vez, estamos aquí aisladas, no sabemos ni qué está pasando en el mundo».

[6] Resulta ilustrativo recordar, en comparación, que César «en la asamblea no los llamaba “soldados”, sino “conmilitones”, dándoles un apelativo más afectuoso, y ponía en ellos tanto cuidado que los equipaba con armas guarnecidas de plata y de oro, tanto para ostentación como para conseguir que su firmeza en el combate fuera mayor por miedo de perderlas. Los estimaba también en tal grado que, cuando se enteró de la derrota de Titurio se dejó crecer la barba y el cabello y no se los cortó hasta que lo hubo vengado. Con este método, los hizo muy adictos a él y de un valor extraordinario» (Suetonio, Vida del divino Julio, 67-68; edición de Rosa Mª Agudo Cubas, Gredos, 1992, como la cita que se incluye al inicio de este texto).

[7] No me resisto a transcribir el «himno» de los tracios:

Tracia es nuestra tierra

Tracia es nuestro sol

y a Tracia rendimos honor.

Oh, Tracia,

llena eres de gracia

y sin ti

no vale la pena vivir.

Oh, Tracia querida,

qué hermosa región

no hay dos como tú

bajo el sol.

Tus valles, tus ríos,

tus montes gloria son,

di Tracia

si esto es amor.

La aurora ya anuncia

un glorioso esplendor,

ya vibra nuestro corazón.

El pueblo orgulloso

suspira por ti.

oh, Tracia,

la tierra feliz.

A la enésima (suponemos) vez que Agorastocles escucha la canción, harto, decide regresar al campamento romano. La «patria» no resultó ser lo que esperaba. Al reencontrarse con Manio le dirá: «Yo no soy tracio, no tengo raíces, Manio. Tu padre me hizo una faena secuestrándome…».

 

 

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